sábado, 1 de mayo de 2010

Debate

Es la hora de hacer autocrítica. Es tiempo de revisar los errores del pasado. Isabel Perón y quienes la rodeaban fueron el resultado del desprecio que una generación sintió por la democracia, mientras se optaba por la violencia política.
Olvidar el pasado puede ser tan negativo como regodearse morbosamente en él, en sus carencias. Si la obediencia debida y el punto final eran tan sólo muestras de debilidad frente a una justicia necesaria,con la última etapa democrática la situación es diametralmente distinta.
No fueron razones de influencia política ni exigencia de poderosos las que cerraron el juicio a la agonía de la democracia, sino que el golpe del 76 y su violencia explicaban demasiado del final de Isabel. Difícil de entender desde el hoy, en esos años los cultores del fratricidio nos trataban con desprecio a los que le poníamos fe a la democracia.
Nunca apoyé la teoría de los dos demonios, pero la adhesión a la violencia como única salida resultaba más fuerte que la posición ideológica de sus adeptos. Si el asesinato de Aramburu marcó el ingreso de sus gestores al mundo de afectos del peronismo, fue el asesinato de Rucci el que signó el fin de ese idilio.
Fuimos electos el 11 de marzo del 73, y hasta el 25 de mayo en que asumimos el gobierno pasé semanas en Trelew ayudando y debatiendo con los detenidos más importantes de la etapa. Allí ya quedaba claro lo complejo que era incorporar a esos militantes, acostumbrados a la clandestinidad, al desafío de la democracia. Por un lado, consideraban imposible que el gobierno los dejara libres; por otro, sentían que ese camino no servía para nada.
Acompañé dos vuelos charteados el 25 para trasladarlos a Buenos Aires. Pocas voces me quedarían tan marcadas como aquella de la azafata anunciando por el parlante: "Austral Líneas Aéreas saluda a los compañeros liberados y les augura el mejor de los éxitos para la vida que hoy inician". Alegría desbordada de hombres duros que liberaban sonrisas para reprimir las lágrimas.
Después, lo cotidiano; discusiones sin final sobre democracia y violencia, los límites de la realidad y el sentido de palabras sublimes como revolución, militancia, heroísmo, entrega, madurez, eterno juego entre las utopías y su concreción. Así volvieron las acciones violentas y fue necesario que el Parlamento actuara en consecuencia.
Reprimir por ley lleva a la confrontación: un grupo de diputados visitó al General, fue un debate televisado con varias renuncias a las bancas. Los voceros de una democracia por consolidar confrontando ahora con los otros, ayer tan sólo ambos enfrentando juntos a la dictadura.
Días preñados de conflictos, cada año merecía la memoria de una década. Los violentos sentían que la democracia los limitaba, intentaban retornar al espacio donde se sentían seguros. A los pocos días, el ERP ya reivindicaba su accionar militar. La democracia que festejó su llegada liberando a los militantes comenzó a discutir con ellos sobre el tiempo y la sangre, la solidez y limitaciones del reformista frente a los riesgos y la seducción de las armas.
Para la naciente democracia la violencia era un enemigo que la debilitaba en su esencia, que la igualaba en miedos a la dictadura que habíamos logrado derrocar juntos. Si la renuncia de los diputados fue un punto de inflexión, el asesinato de Rucci será el final de una muerte anunciada; luego vendrá la expulsión de los imberbes de la Plaza y finalmente la muerte de Perón.
Desde las exequias del General al golpe, sólo la agonía del sistema define objetivos y voluntades. Escritos y orales, los debates son el nervio de nuestras vidas. Eran muchos los que apostaban a "agudizar la contradicción", los que imaginaban a la democracia como un obstáculo para una confrontación entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, para una marcha final hacia el poder.
Cuesta ubicarse en aquella coyuntura: la violencia asomaba como el Jordán purificador. No aceptarla implicaba todos los vicios probables: reformismo, cobardía, tibieza, debilidad. Imponer, entonces, la razón sobre el heroísmo y la pasión implicaba enfrentar el espíritu de la época.
Hoy, entender que los errores eran nuestros y asumirlos es una obligación. No hacerlo es una irresponsabilidad frente a las nuevas generaciones que necesitan convertir nuestras limitaciones en sabiduría. Isabel y sus secuaces son el resultado del desprecio que nuestra generación sintió por la democracia.
Perón había optado por los jóvenes, que eran lo mejor de su entorno; la renuncia de ellos lo dejó en manos de lo peor. La guerrilla obtuvo justificación en la dictadura primero, en el encuentro con el peronismo después. La infantil idea de "vanguardia esclarecida", de que la sangre acortaba los tiempos, la voluntad extrema del guerrero dominando las necesidades de la política... todas ellas son las causas de la derrota. Renuncian a la democracia para apostar a las armas, Perón fue el último que al integrarlos les ofrece una salida posible, son sólo ellos los responsables de lo peor que les sucedió.
Etapa intensa que merece el análisis frío de los actores que todavía podemos aportar algo a esa compleja mezcla de heroísmo y miseria. Demasiado compleja para que meramente algún juez quiera limpiar su imagen a su costa, demasiado pesada en nuestras vidas como para dejarla librada a la búsqueda fácil de chivos expiatorios.
No es que Perón necesite nuestra defensa; somos nosotros, es el futuro el que exige nuestra autocrítica. ¿O no llegó la hora?