lunes, 31 de mayo de 2010

La Resaca: El pueblo habló

Todo fue asombro, la realidad superó los cálculos de los interesados en estudiarla, algo rompió de pronto los rígidos moldes de los supuestos expertos hasta el punto de que los que intentaron medir las consecuencias fueron sobrepasados por el espacio de las desmesuras.
El gobierno mostró su mejor talento para transitar la realidad y, en alguna medida, esa capacidad de ejecución lo salvó de explicar el excesivo número de sus enojos. Macri cumplió con creces sus expectativas  al imprimirle su sello de eficiencia al teatro que muchos imaginaban imposible de recuperar. La Iglesia se mostró homogénea como para explicar que no cambia de opinión por la distancia o los templos. Las provincias dijeron su presente con solvencia.

Por encima de la capacidad de las minorías,  un pueblo feliz recorrió Buenos Aires con sobriedad, con sus hijos en brazos para que recordaran los fastos, un pueblo que hacía tiempo no salía a la calle con esa intensidad.
Unos pocos huyeron a sus barrios privados para dejarles la ciudad a tantos que habitan los barrios reales del esfuerzo. Así, volvió a ocupar su ámbito la marea humana de los que disfrutan de ser masa, de los que están gozosos de sentirse pueblo. Conmovía verlos transitar paseos y eventos, ocupando todos los espacios que uno pudiera recorrer.
Si la minoría, que es la clase dirigente, estaba dividida y fracturada, abajo, entre los que habitan la patria que cumplía sus años, nada se imponía más allá del abrazo.
Los medios de comunicación reflejan todos el asombro por la cantidad, quizás importe insistir en el enorme valor de su calidad.
Allí estaba ese pueblo que no estuvo cerca en el nacimiento y sin duda marcó con su ausencia el Centenario, ese pueblo que ni siquiera tenía derecho a votar cuando los que se sentían dueños del destino colectivo imaginaban un futuro glorioso.
Con los doscientos años, el festejo les correspondió a las mayorías, silenciosas a veces, y se comprobó que sólo con ellas presentes se tiene derecho a mencionar lo colectivo.
Y las dos miradas, aquellos que conciben con Paretto que “la historia es un cementerio de elites” y la otra, la de los que pensamos que en el seno del pueblo se encuentra el verdadero sentido de la historia.
La presencia de otros presidentes latinoamericanos y la sensación de que todo era una fiesta ante el silencio agobiado de aquellos que soñaban otros rumbos plagados de inversores y de esclavos y un pobre debate que ponía rostro meditativo cuando apenas arañaba la realidad.
Ausente de la sociedad, la batalla política se resguardó en algunos recovecos y las viejas posiciones derrotadas se refugiaron en la evocación de glorias pasadas, en aquel Centenario donde todavía se veían como dueñas de una sociedad que necesitaba ordenar a los de abajo, imponerles un proyecto y su poder.
En esta fiesta, los visitantes superaban las pasiones de cualquier arco ideológico, las masas ocupaban las calles como manera existencial de cuestionar el lugar de remotas minorías ilustradas. Era la Hora de los Pueblos que ayer previera el viejo General, la hora del continente donde ya no queda espacio para soñar otro destino que el unido al de los hermanos.
El gobierno puso bastante leña para este fuego del amor a la patria en su aniversario, y la gente, el pueblo puso indudablemente mucho más.
Solemos seleccionar recuerdos según la mirada de las pasiones: los viejos fundadores estuvieron presentes pero el aluvión contemporáneo se impuso por su peso y su apasionada vocación de justicia.
Desde el folklore a la ópera tuvieron cada uno su más digno escenario, millares de padres con sus hijos en brazos intentaban que conservaran esas imágenes y esas voces para ser coherentes en el mañana de la patria.
Fueron tantos los enamorados que ocuparon las calles que la camarilla de quejosos por la gloria  no alcanzada se obligaron a hacer respetuoso silencio.
En este aniversario, no se advirtió ni  la sombra de ese ayer doloroso de las largas colas en los consulados, de aquel entonces donde fuimos una prueba del saqueo que diez años más tarde haría temblar el equilibrio del poder universal. El amor de los humildes a su tierra disolvió para siempre aquella vieja y decadente voluntad de ser colonia.
Ya vendrán encuestadores a medir el mañana electoral, que en esta dimensión de lo sucedido poco importa en definitiva.
Los doscientos años fueron el festejo de un pueblo seguro de sí mismo y de ser el propietario de su propio destino. Y eso sí, merece festejarse.
Podríamos evocar aquellas sabias palabras de despedida, “llevo en mis oídos la más maravillosa de las músicas que es la voz de mi pueblo”.
El 25 el pueblo habló.